Nada más apropiado que el texto introductorio a las Musas sea la invocación del propio Hesíodo a ellas:
«¡Pastores del campo, triste oprobio, vientres tan sólo! Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad.»
Tal dijeron las hijas bienhabladas del poderoso Zeus. Y me dieron un cetro después de cortar una admirable rama de florido laurel. Infundiéronme voz divina para celebrar el futuro y el pasado y me encargaron alabar con himnos la estirpe de los felices sempiternos y cantarles siempre a ellas mismas al principio y al final. Mas ¿para qué abstraerse en tales relatos alrededor de la encina o la roca? ¡Ea, tú!, comencemos por las Musas que a Zeus padre con himnos alegran su arrogante corazón dentro del Olimpo, narrando al unísono el presente, el futuro y el pasado.
Infatigable brota de sus bocas la grata voz. Se torna resplandeciente la mansión del muy resonante Zeus padre, al propagarse el delicado canto de las diosas y retumban la nevada cumbre del Olimpo y los palacios de los Inmortales.
Lanzan al viento su voz inmortal y con su canto alaban primero —desde el origen— la augusta estirpe de los dioses que engendró Gea y el vasto Urano y a los descendientes de aquéllos: los dioses dadores de bienes.
Luego, de Zeus padre de dioses y hombres [al comienzo y al final de su canto, las diosas celebran], cómo sobresale con mucho entre los dioses y es el de más poder.
Y al ensalzar la raza de los humanos y de los violentos Gigantes regocijan el corazón de Zeus –dentro del Olimpo– las Musas Olímpicas, hijas de Zeus portador de la Egida.
En Pieria las alumbró Mnemósine, señora de las colinas de Eleuteras, unida al Padre Cronida, para que fueran olvido de males y remedio de preocupaciones.
Nueve noches se unió con ella el prudente Zeus subiendo a su lecho sagrado, lejos de los Inmortales. Y cuando llegó el momento, después de dar la vuelta las estaciones –con el paso de los meses– y de cumplirse muchos días, nueve jóvenes de iguales pensamientos –interesadas sólo en el canto y con un corazón exento de dolores en su pecho– dio a luz Mnemósine, cerca de la más alta cima del nevado Olimpo.
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